Después de una caminata de varias horas, y con menos frío que el de la semana pasada, subí al tranvía, cansada de llevar tanto peso conmigo. Entre mis cosas unos libros de español y una botella de Coca Cola. Subir al tranvía es ahora menos divertido que antes, antes significa: hace dos años. Ahora subes y no ves las caras, ni las antipáticas ni las simpáticas. Todos miran sus teléfonos inteligentes. Aunque las caras antipáticas sí que me las puedo ahorrar. Subí pues al tranvía, y avancé hacia el fondo del mismo casi sigilosamente, para no interrumpir ninguna ocupación entre las personas y las otras personas que se comunicaban por los teléfonos inteligentes. Yo también tengo un teléfono inteligente, pero me he prometido casi no usarlo.
En el tranvía es mejor tener un sitio para sentarse porque muchas veces da unas frenadas a lo combi limeña. Sentada ya, viendo las caras inclinadas hacia el celular, caminó una persona hacia un posible asiento libre, esquivando a varias personas, la señora llegó al asiento, y no sé cómo, casi aterriza sentada en él. El chófer arrancó y el movimiento del tranvía coincidió con la sentada de la mujer que chocó con el espaldar del asiento. Sana y salva, se rió un poco, y yo al seguir su movimiento y caída salvada, también me reí. Todos los demás allí presentes, o mejor dicho ausentes, o sí, presentes, se asombraron del sonido de nuestras risas y alzaron las cabezas a la vez, o habrá sido por una orden de sus teléfonos. Bueno, ese breve momento de distracción se alargó más tarde por la llegada de un joven que llevaba la sonrisa a flor de labios y la carcajada a los oídos de los demás. Ese joven se sentó al lado de la señora que unos minutos antes había provocado la distracción de los demás . El mismo joven comenzó a saludar a todos sin ningún complejo. Después comenzó a tocar la pared del tranvía, se preguntaba en voz alta de qué material era, dijo que era muy duro, y después comenzó a tocar la ventana del tranvía, y dijo que era muy fría y muy dura. Después, sentado, ese joven seguía riendo y sonriendo. Luego llegó otro tan loco como él, y le quitó la gorra, el primer joven gritó: ¡Me acaban de quitar la cabeza! Cuando el segundo loco le devolvió la gorra, ya el primer loco se calmó un poco. El joven decapitador se sostenía bien en el tranvía, sentada se encontraba una muchacha que lo conocía, ella no recordaba su nombre, él no la recordaba en absoluto, ni de nombre ni de cara. Ella le mencionó que ya se habían conocido en la casa de un amigo común. El decapitador le preguntó a la chica, después de un breve silencio, qué estación del año teníamos, ella le dijo que estábamos en invierno. Él le dijo que pensaba que ya era verano y que quería ir a la piscina a nadar, y ella dijo que faltaba mucho todavía, y que primero venía la primavera. El decapitado también había preguntado antes si ya era verano.Y justo me toca a mí escuchar que ya es verano, yo que traigo el verano de Lima todavía en mí.
Y por la noche, más tarde, el mismo día, una estudiante me pregunta en clases, aunque ya esa palabra la hemos visto muchas veces: ¿Qué quiere decir verano? Yo sonrio y cuento más o menos lo aquí escrito.
Natalia Lévano Casas
Heidelberg, 2 de febrero de 2017
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Lima, enero de 2017. |
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Cebiche, mi comida de este verano. |